viernes, 4 de diciembre de 2009

es verdad.

Me cuesta coordinar las manos para el café y el cigarro; mi taza blanca ya está negra. Y tengo al oído un chabón que me susurra cosas, me pellizca el culo y me dice ‘muñeca’; yo le sonrío, porque soy cordial y él también lo hace. Pero le sonrío con una de esas sonrisas que dejan entrever la zorra que en los dientes lleva el puto lema de ‘yo a esta no me la como más’.
Pero disfruto igual.
Del flaco que te mira corte hambruna, con ojos de sal y te tira palabras. Y te hace preguntas que sabe generarán baba dentro de las venas. Si sabrá él … ¡si sabré yo! (de él y de los suyos). En el patio enorme me pellizca el culo y me dice ‘muñeca’, y me sonríe, reitero, me pellizca pícaramente, con esa mirada de pimienta con almendra, y demonio por dentro. El árbol en el medio, con un cactus también, el patio en el que no hay pájaros ni sol ni viento. La gente se sienta en los bancos de cemento y son sabios. Lo son. Me pellizca, y está todo regio, porque todos lo ven y sonríen también. Con esos ojos y esa mirada. Y las sonrisas caen de cielo con ojos y palabras mmmm saladas cargadas de teorías sociológicas de primera, de segunda, pasá a primera, punto muerto. Acelerá, con ojos y miradas y palabras y él y mis carteles luminosos. El combustible. En la carretera del patio donde no hay cielo, aunque de arriba cae lluvia de esponja y oleos rojos que me pintan la cara, y sonrío y me tiño los dientes de blanco nube. Y allá arriba brilla ella, allá. Pero en el patio ese pasa todo, no allá. Acá.
‘Muñeca’ me dice, y sonríe, y le sonrío otra vez. Jaja, muñeca, si lo seré.

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