Yo escribía cuentos, hasta que dejé de hacerlo.
Hablé de mis noches en Berlín, del amar a la dama, de extrañarlo a él, del deseo, del olvido, del amor, de odiar; del amor al odio, del alimento, de alimentarse del amor; de alimentarse del odio. De la primera mujer que amé y respeté y jamás olvidé, de su muerte, de ella: pero muerta, porque así es feliz. Hablé de su tumba. Tambien.
Del barrio de Pompeya, de la miseria, del horror, del dolor de ver miseria y horror; del llanto, del llanto de la vía, del tren y las barreras, hasta de escobas. De relajos, anciedades y vicios, de comunicación; de fluidos y flujos y calles frías. De calles empedradas, de sueños en los que no estás, de sueños de no soñar; de inhalar, de costumbres varias, de comidas y placeres. Y más placeres; del morbo deforme de la mente sana, de la salud suya y la enfermedad mía, de amarla y luego matarla. De matarla y luego amarla, de despreciarla, y desearla. A ella. La que me causa desprecio. De tocarla y matarla y amarla en exceso y dejarla. Muerta.
De cables, de programación, de conocimientos y formas de vida técnicas y mecanografiadas, de controles. De perfección, de estructuras, de cimientos, de resistencia, de guerras, combates, luchas. Cáncer y resurrección, de Dios, de Tierra y Sol. De hijos, de mi hijo. Hablé de mi hijo y sus juguetes, de su madre y su padre.
Del amor enfermo, de la salud. De la vida.
De la muerte, de vivir la muerte. De mi entierro, de enterrarme, de que me entierren, de enterrarlo, de querer no enterrarlo, de no querer que lo entierren. Hablé de su muerte: Y no quererla.

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